En memoria de Nagore Laffage,
asesinada por José Diego Yllanes en sanfermines de 2008.
Poema basado en la obra teatral «Nagore» de Sandra Arróniz.
Se escuchan los primeros cencerros. Los mozos se agolpan esperando la salida.
Me acaricias la cara, me susurras, me abrazas la cintura camino de tu casa.
Los toros han empezado el recorrido del encierro.
Una vez en tus brazos, maldito encuentro en la calle, me arrancas fragmentos de piel.
Intento huir y me detienes, aprieto los puños y lucho.
Eres más fuerte.
Me detengo un momento. Elevo la cabeza y tomo aire.
Pero tú no guardas para mí aire ni palabras ni compasión.
Solo una ola de golpes, una nube de plástico en mi cara.
Foto: I. Ancín. El Luto y Nagore en Pamplona, el pasado 3 de julio.
Hombres y toros cuerpo a cuerpo.
Después dirás, jurarás, no recordar nada, no recordar mi voz, mi rostro, lamentarlo todo, estar en deuda…
Soy un grito ahogado inmenso. Ya apenas puedo seguir siendo.
Un dolor profundo en el clamor de la multitud atareada con las fiestas.
El encierro asciende la cuesta de Santo Domingo.
Envuelta y ahogada en mi grito, me doblo, lucho, me estremezco.
Mis dedos se asoman con todas sus fuerzas a la luz.
Estiro mi mano y mi cuerpo, en lucha.
Los toros se acercan ya al tramo más peligroso: la curva de Mercaderes.
Me quedo arrodillada, con mi vestido-piel de enfermera hecho jirones.
Intento estirar y desenvolver mi grito guardado en la garganta.
Lo arranco y lo tomo en mis manos. Pero sigue cosido a mi cofia blanca. Lo despliego, es una prolongación de mi cuerpo, una extensión de mi piel con membranas acuosas de color blanco.
Ahora es visible y se erige en pirámide, en cono horizontal que nace en mi boca, vivo y tembloroso; en gran sombra hecha luz, en silencio ahogado hecho palabra.
Lo sujeto con mis manos y me pongo en pie. Giro en torno a él.
Respiro hondo, tomo aire suficiente para erguir de nuevo mi cuerpo.
Separo los brazos del tronco para aumentar mi equilibrio.
Soy.
Foto: I. Ancín. La maqueta del grito de Nagore, moldeada por Arróniz en su taller de Huarte.
Pero ya no hay vuelta atrás: los toros han entrado en la calle Estafeta, conducidos a su propia muerte, en la Plaza de Toros.
Tú, ante todos, gemirás y llorarás como un muñeco. En cambio yo, te hago frente, ni si quiera me das miedo. A pesar de que encarnas nuestra peor pesadilla.
36 golpes secos, estruendo de metal frío sobre la tibieza, la blandura de mi cuerpo.
Tapas mi boca para ahogar mi grito y mi vida.
Mi cuerpo te acusa: 33 heridas visibles, 3 heridas invisibles.
Me reclino unos instantes, solo reculo para tomar fuerzas. Pero me tambaleo.
Agonizo pero respiro a través de la membrana acuosa en que se ha convertido mi grito.
Tengo los ojos cerrados.
Me tiemblan las rodillas. Pierdo fuerza, caigo lentamente al suelo.
Cada vez es más escaso el aliento.
Una llamada de auxilio: peligro de muerte.
La vida, con el aire, se escapa lenta de mi cuerpo.
El asesino confeso, el asesino cobarde, sólo recuerda que me mató con sus propias manos.
Foto: I. Ancín. Nagore sostiene su grito a la salida de los Corralillos.
Y de pronto, me levanto, sostengo mi grito con las manos y camino.
Suspendido en la habitación, pendiente desde mi boca y mi cabeza con sus membranas blancas.
Giro lentamente sobre el eje de mi columna vertebral.
El cono blanco se extiende y se abre sobre sí. Y termina en una boca de pez-nube, en un amplio círculo sagrado, expandido desde mis labios, que ya solo susurran en forma de ausencia.
Mi GRITO se eleva.
Lo contemplo en lo alto con los brazos extendidos, apuntando al cielo.
Me reclino y extiendo mis membranas blancas hacia el frente.
Recojo, de rodillas, mi cono blanco de dolor.
Te miro de frente, aunque ya no me veas.
Me quito la cofia blanca de enfermera. La coloco en el suelo.
Camino despacio. Desnuda, descalza.
Respiro con dificultad, cierro los ojos.
No puedo descansar. ¿Puedes tú?
Mi voz te acompañará. Aunque digas que no me recuerdas. Y mi rostro. Y mi sangre. Y el grito de la multitud:
¡ASESINO!
Te fabricaste conmigo este nuevo nombre, que junto con el mío, también te acompañará SIEMPRE.
Yo, con mi piel desdibujada en las costuras rosáceas de mi uniforme de enfermera, te seguiré envuelta en mi nuevo nombre:
AUSENCIA
Itziar Ancín