Una rosa en Mumbai

Vendedora de ofrendas en Mahalaxmi, Mumbai.

Vendedora de ofrendas en Mahalaxmi, Mumbai.

Mahalaxmi, la diosa hindú de la riqueza, da nombre a una parada de metro en Mumbai. Nos hemos montado en el tren en la estación de Andheri East, al norte de la ciudad, un barrio popular y alejado de los imponentes edificios coloniales, huellas del poder de Inglaterra sobre la India.

Nos bajamos del tren en Mahalaxmi y recorremos las calles de esta aldea sumergida en la metrópolis. Calles tranquilas pobladas por vacas y vendedores de flores y ofrendas flanquean la estrecha calle de acceso desde una avenida dominada por rickshaws, coches, bocinas a todo volumen y luces de comercios.
Una larguísima hilera de camisas blancas colgadas de una valla recuerda que este barrio es la lavandería de Mumbai.
Al final de la calle, giramos hacia la izquierda, siguiendo el brillo plateado del templo de Mahalaxmi, también conocida por el nombre de Lakshmi. Se suceden los puestos de ofrendas, dispuestos en bandejas metálicas, o pendientes del tejadillo de cada una de las casetas, que se alternan con los de dulces amarillos, ocres y blancos, cortados en cuadraditos tras las vitrinas de cristal. Algunos de los vendedores se sientan con las piernas cruzadas sobre el mostrador, como dioses ingrávidos, rodeados de flores, pelo de coco y colgantes que combinan el rojo, el fucsia, el azul, el amarillo, el verde. Y a nuestra derecha, hay una hilera de mujeres sentadas en el suelo con montones de zapatos usados y desparejados. Los guardan mientras se visita el templo a cambio de unas monedas.

Descalzas, compramos una flor de color rosa y pétalos alargados y hacemos cola para ofrecérsela a la diosa. Hay dos filas: una para hombres y otra para mujeres. Ataviadas con sus hermosos saris, ellas llevan variadas ofrendas y nos sonríen al descubrir con la mirada nuestra flor, con gesto de aprobación. El altar es plateado y tan solo el rostro triple de Mahalaxmi es dorado. Tres sacerdotes recogen las ofrendas de quienes llegan hasta al altar, al final de nuestra fila. Es una especie de pequeña peregrinación incesante. Llegado nuestro turno, extiendo la flor al sacerdote, que me entrega a cambio una rosa roja y dos hileras de caléndulas blancas atadas con hilos rojos, verdes y blancos que desprenden todo su aroma, y unos pequeños caramelos de anís en forma de estrella.
Nuestras manos han entrado casi vacías y ahora están llenas.
A la salida, una familia nos explica con gestos que el bindi rojo en la frente es un signo de celebración, y nos invitan a pintárnoslo también tiñendo nuestro dedo índice con el polvo rojizo que hay sobre un mostrador.

Recuperamos nuestros zapatos a la salida y continuamos nuestro camino con las manos llenas de flores. Abandonamos el barrio de Mahalaxmi y retomamos el ritmo frenético de Mumbai, sus taxis kamikazes y sus bocinazos sin fin. A cinco minutos a pie de allí, una pequeña entrada conduce a Haji Ali, una mezquita construida sobre el mar cerca de los rascacielos, que hace posible que el paisaje flote en otro tiempo. Un estrecho camino lleva hasta el templo musulmán, flanqueado por vendedores de alfombras para orar con motivos en árabe y dibujos de la Meca. Al final del sinuoso recorrido sobre las aguas, llegamos a Haji Ali. Nos quitamos los zapatos para entrar en el edificio sagrado, por la parte reservada a las mujeres. El guardián de nuestros zapatos nos señala un conjunto de pañuelos sobre una valla con los que debemos cubrirnos la cabeza antes de entrar. Elegimos uno cada una y seguimos a las demás mujeres. Desde una ventana vemos cómo algunos hombres cambian las flores y los paños que cubren el altar. Un sacerdote se acerca a nosotras y nos invita a acercarnos a él. Me pide con un gesto la rosa roja. La coloca sobre el altar y después nos bendice, golpeando suavemente nuestras cabezas y nuestros hombros con una vara vegetal de color negro.
La misma flor ha viajado en unos minutos en forma de ofrenda desde el altar hindú hasta el musulmán, como transitan las personas o los olores en el aire, como se intercambian afectos y monedas en un mismo barrio. Seguro que a Dios, al único Dios de todas las religiones, le ha gustado el intercambio.

Itziar Ancín

Acerca de itziarancin

Escritora y viajera. De Pamplona, con historia en India, Marruecos y Uruguay. Ver todas las entradas de itziarancin

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